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A los posibles plagiadores:

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domingo, 11 de julio de 2010

La Princesa y el Espejo

Había una vez, en un reino muy muy lejano, una hermosa princesa de cabellos de oro, pero que escondía un terrible secreto: en las noches de luna llena, al verse al espejo, la princesa no se veía a sí misma, veía a una mujer anciana que le devolvía una mirada siniestra desde el cristal. La princesa tenía miedo de verse al espejo, creyendo que ella realmente se estaba convirtiendo en esa cruel anciana que veía. Su padre, el Rey, estaba desesperado. Ya había llamado a todos los magos y sacerdotes del reino y de los reinos vecinos para tratar de romper el horrible maleficio, pero ninguno pudo hacer nada para ayudar; y poco a poco el rey se fue sumiendo en la más profunda tristeza, y junto a él, su pueblo. Los herreros ya no trabajaban el metal, los panaderos ya no usaban sus hornos, los leñadores habían abandonado sus hachas, y las armaduras de los caballeros comenzaron a oxidarse por la falta de uso y cuidados.



La princesa, al ver que la maldición no sólo pesaba sobre ella, sino también sobre su pueblo amado, decidió tratar de resolver el problema por su cuenta. Entonces se tapó el rostro con un hermoso velo de seda y salió del castillo por primera vez en su vida, para hablar con su pueblo y darle ánimos. Al verla, los herreros, leñadores, panaderos, caballeros y el pueblo entero comentaba "entonces es cierto"... "ella ya no es hermosa, por eso se tapa el rostro con un velo". La princesa no daba importancia a esos comentarios; tenía un plan y lo iba a poner en práctica. Detrás de ella marchaban dos lacayos llevando algo cubierto por una sábana.



La princesa hablaba con los aldeanos, pero al ver su rostro cubierto, éstos caían en una depresión aún más profunda. Entonces la princesa llamó a un heraldo y le dió instrucciones para que reuniera al pueblo a las puertas del castillo. Cuando todos estaban frente al palacio, la princesa empezó a hablar con una voz melodiosa, pero con un toque de melancolía.



- Amados y leales súbditos: Todos vosotros sufrís por el mal que me aqueja, lo sé; pero un mago venido de Oriente, un verdadero sabio, ha sido el único que ha podido explicarme lo que en verdad sucede... y ahora es mi deber el mostraros algo que quizá os deje horrorizados, pero, os suplico, tened valor!



La princesa entonces se levantó el velo, y todo el reino, esperando ver algo realmente monstruoso, profirió un grito de alegría al ver no una cruel anciana, sino a su hermosa princesa.



-Éso no era lo que os quería mostrar, os suplico que tengáis paciencia - dijo.

Entonces dio una orden, y los lacayos que la seguían descubrieron el gran objeto que habían estado llevando: era un enorme espejo con marco de oro; el espejo en el que la princesa se veía. Entonces el pueblo gritó de nuevo, pero esta vez fue un grito de terror. Muchos huyeron despavoridos, otros se desmayaron, y sólo quedaron en pie unos pocos valientes. En aquel enorme espejo se vio reflejada la princesa, pero no como una anciana, sino como una mujer madura de rostro severo. Pero no fue éso lo que horrorizó a la gente... en el espejo, detrás de la princesa, se veía reflejado el pueblo. Pero en lugar de verse como simples aldeanos, se veían algunos como demonios, otros como animales, otros como cadáveres, y unos pocos como ancianos decrépitos y desdentados (justamente ésos eran los pocos valientes que no huyeron ni se desmayaron).



Entonces la princesa, con voz firme pero melodiosa, se dirigió a los que quedaron de pie, y les dijo:

-Amados súbditos, tenéis ante vosotros el Espejo de las Verdades, el espejo en el cual los hombres se ven tal cual son, despojados de su cuerpo, quedando tan sólo lo que hay dentro de sus corazones. Y, como habráis visto vosotros mismos, hay mucha maldad en todos nosotros... hay sacerdotes con alma de demonios, y caballeros que por dentro son unos cobardes conejos; hay hombres jóvenes y viriles, llenos de vida, que por dentro están carcomidos como si de cadáveres se tratase. Vosotros sois los pocos que os habéis salvado de vuestros propios defectos. Por eso os véis tan sólo envejecidos; vuestras fallas no son grandes.


Desde ese día el pueblo estuvo más conciente de sus acciones, desde ese día el ladrón poco a poco dejó de robar, el infiel dejó de engañar, el mentiroso ya no mentía como antes, el calumniador dejó de difamar a la gente... Y todos vivieron, no felices para siempre, pero en paz y tranquilos hasta el final de sus días, por generaciones y generaciones.

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